Angel Leal Galicia
Si alguien me preguntara si estoy de acuerdo en que la población civil esté armada, llanamente respondería que no, que prefiero que se cumpla la definición mínima de Estado en que éste reserva para sí el monopolio de la violencia. Sin embargo, ese debate está rebasado, los 33.308 asesinatos violentos con los que México cierra el 2021 (esto en meras cifras oficiales) lo confirman, aunado a la nada halagadora cifra de 53,334 asaltos a mano armada por cada cien mil habitantes en Ciudad de México, es decir, de dos personas, una (y si existiera fracción, fracción) ha sido víctima de asaltos violentos y ni hablar de feminicidios y desapariciones.
Por tanto, el debate no es si la población civil está armada o no, sino ¿Qué población civil está armada?, la respuesta es clara, la ciudadanía observante de la ley está desarmada, mientras que las personas que viven y operan fuera de la legalidad, están armadas.
Alguien diría que el artículo 10, de la Carta Magna, establece el derecho a poseer armas. Es correcto, pero en clara herencia del copy-paste a la Constitución de E.E.U.U, en lo adjetivo, aunque en la parte sustantiva, emerge la tradición borbónica, dado que la ley definirá “los casos, condiciones, requisitos y lugares en que se podrá autorizar a los habitantes la portación de armas.” Esto nos remite a la Ley Federal de Armas de Fuego y Explosivos, que si bien en sus artículos 15 al 17 establece requisitos para la posesión de armas, relativamente fáciles de salvar en la realidad material, el artículo 26, fracción I, apartado F, pone a criterio de la SEDENA, la necesidad de portar armas del solicitante, donde en el mundo de los hechos, existen sendos casos de empresarios, con secuestros y aun así, constantes negativaspor “no acreditar la necesidad” de portar armas.
Es necesario pensar en la flexibilización de los permisos de portación de armas y en la flexibilización de la legitima defensa, dado que a corta distancia es más letal un cuchillo de cocina que se compra en cualquier supermercado, o un machete que se compra en cualquier ferretería y a mediana distancia los petardos y bombas molotov de fabricación casera están al alcance de cualquiera que pretenda darles ese uso, sin embargo, persiste el estigma a instrumentos más sofisticados que garanticen de mejor manera la seguridad del usuario, como las armas de fuego legales.
Las resistencias sólo parten de una auto declarada incapacidad administrativa por un lado, y una complaciente aceptación de ésta por otro; es claro, por un lado que el ciudadano de bien no se va a convertir en delincuente por adquirir un arma (si esa fuera su intención, compraría una en el mercado negro con la misma facilidad que se compra un disco pirata), menos aún, lo haría si existiera un registro claro y confiable de usuarios.
No resultaría un peligro para sí mismo, ni para terceros, si previó a la autorización tuviera que adquirir adiestramiento para el resguardo, portación y manejo del arma, así como demostrarlo fehacientemente para adquirir la autorización. Si pensamos en que se haga como hasta ahora (como con las licencias de conducir: paga, tomate la foto, maneja), claro que sería un peligro, pero la racionalidad administrativa debe ponderar -en un Estado que ni puede lo más (mantener el monopolio de la violencia), ni puede lo menos (establecer causes administrativos), para coadyuvar a garantizar que sus representados tengan a salvo los bienes jurídicos tutelados más indispensables: vida, libertad y propiedad- si seguimos con la política de desarme posrevolucionario o dejamos que la gente observante de la ley, se defienda de la gente que se burla de la ley; ese, es el verdadero debate.
Sobre el autor.
Especialista en poder legislativo y derecho electoral, con formación de licenciado en Ciencias Políticas y Administración Pública; estudios de derecho y maestría en Política y Gobierno. Ha sido servidor público federal, asesor legislativo, consultor municipal y ocupado diversos cargos de dirigencia partidista.